Poder. Error. Interpretación de los contratos. Buena fe. Justo título

 

Dictamen aprobado en forma unánime por los miembros de la Comisión de Consultas Jurídicas del Colegio de Escribanos de la Ciudad de Buenos Aires en su sesión del 5/11/2014. (Expte. C. de E. 16-02038-14)

 

Ezequiel Cabuli (información del autor)

 

1. Hechos ^

El escribano C. solicita a esta Comisión de Consultas Jurídicas se expida sobre la observabilidad del título antecedente cuyas circunstancias se detallan a continuación.

I. Por escritura del 22 de mayo de 1996, ante el escribano C., S. M. V., por sí y por poder de su esposo R. D. S., vende a favor de B. una unidad funcional de un edificio de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, la que se inscribió en el Registro de la Propiedad Inmueble.

II. Se observa que el poder referido en el punto anterior, por el cual comparece a vender S. M. V. por sí y por su marido R. D. S., se otorgó en EE. UU., en instrumento privado con firma certificada por escribano de dicho país, para que vendiera la parte indivisa que le correspondía sobre el inmueble. En dicho instrumento se consigna al compareciente como “Daniel Roberto Szaraz”, siendo su verdadero nombre Roberto Daniel Szaraz; y su cónyuge, cuyo nombre es Stella Maris Velázquez, figura como “Stella Maria Velazquez”. Según el consultante, se trata de un error de tipeo (María en vez de Maris), siendo que la “a” y la “s” se encuentran una al lado de la otra en los teclados “qwerty”. El resto de los datos identificatorios están correctos.

III. Con motivo de la venta del inmueble en cuestión, para autorizar la escritura traslativa de dominio, se realizó el estudio de títulos pertinente, del que surge la observación al poder especial de venta.

 

2. Planteo del caso. Encuadre jurídico ^

En la presente consulta, conforme a los antecedentes acompañados, existen elementos esenciales para considerar que efectivamente existe un contrato de mandato entre poderdante y apoderado, mediante el cual se le asigna a este último la facultad para otorgar la venta de un bien. En dicho apoderamiento, el nombre del poderdante y apoderado no se encuentran correctamente individualizados. También puede notarse que en el poder existen otros elementos que identifican a las partes y están correctos, como ser el nombre y apellido completo, nacionalidad, número de documento, fecha de nacimiento, y el nombre de sus padres. Adelantamos que tenemos suficientes elementos para poder afirmar que quien otorgó el poder es el titular dominial del inmueble. Estos datos de identificación, que las normas imponen consignar en los poderes de venta, presentan errores posiblemente a causa de un error de tipeo o error material.

Posteriormente, ese poder fue utilizado por el apoderado por sí y en representación del vendedor, quien, junto con los titulares del inmueble, lo vendió hace ya trece años a favor de B. Este último pretende ahora disponer del inmueble. Se observan las insuficiencias en la mención de los sujetos del contrato de mandato, es decir, se objeta si el inmueble se transfirió sin facultades suficientes.

En principio y a los efectos de ordenar nuestro análisis, debemos indicar que no puede considerarse observable la totalidad del título sino únicamente la trasmisión de la parte indivisa que involucra la utilización del poder cuestionado. Tengamos en cuenta que los disponentes eran dos y uno de ellos ha trasmitido inobjetablemente su derecho real de dominio. Lo esencial a los efectos de valorar el acto será determinar si se trata de un error de transcripción o si efectivamente la persona que compareció a vender no era la titular de dominio.

El análisis de nuestro dictamen se centrará en la interpretación de la real voluntad de las partes sobre el objeto del acto jurídico instrumentado, conforme a las circunstancias del caso, teniendo en cuenta la finalidad del negocio y los efectos queridos por las partes. En tal sentido, se analizarán también los elementos del contexto del acto.

 

3. Análisis casuístico. La buena fe ^

El artículo 913 del Código Civil establece que “ningún hecho tendrá el carácter voluntario sin un hecho exterior por el cual la voluntad se manifieste”. La exteriorización de la voluntad interna (elemento psicológico del art. 897 del CCIV), junto con la manifestación como elemento externo, constituye la voluntad jurídica.

 

3.1. La buena fe de la parte compradora ^

Desde el punto de vista de la parte adquirente y conforme a su percepción, no quedan dudas de que adquirió la titularidad dominial de la unidad que se le ofreció en venta; es decir, para seguir adelante con las negociaciones, han tenido que visitar y conocer el inmueble objeto del contrato y así decidir su compra.

El objeto del acto jurídico compraventa de inmueble ha sido ejecutado por el comprador de plena conformidad, quien además se encuentra en posesión material, real y efectiva. Es por eso que puede afirmarse que, aunque su título ha sido cuestionado, están en posesión del inmueble que de buena fe han querido adquirir.

Parecería totalmente irrazonable pensar que los compradores conocían o presumían que el poder tenía alguna deficiencia que le impedía efectuar el acto al vendedor. ¿De qué les serviría pagar un precio cierto por la propiedad considerando que solo adquirían una parte indivisa? Ninguna elucubración maliciosa resulta razonable a los efectos de calificar su conducta.

Una postura notarial más rígida, que califica la buena fe del adquirente en forma diligente, a los fines de intentar conocer cualquier defecto en el título que adquieren, tampoco les es oponible en este caso.

Concluimos sobre este punto, y siguiendo a Spota [1], que

… la apariencia jurídica, la exteriorización de la voluntad aprehendida como lo hacen los hombres que actúan honestamente y son razonables, constituye un imperativo de justicia y de la seguridad en el ámbito de los contratos, como en general en todo el derecho privado.

 

4. Análisis del defecto del poder ^

Debemos considerar entonces si la falta de coincidencia en el sujeto que otorga el poder afecta la existencia del acto.

La declaración de voluntad del vendedor y comprador conserva el nexo de unión que perfecciona la voluntad contractual y no podría decirse que el acto no existe, dado que hubo acuerdo, entrega de dinero, al igual que una cosa trasmitida. Las cosas dadas no están fuera del documento, sino que lo integran, a pesar de las dudas en la persona de los sujetos del mandato. Es por eso que debe recurrirse inevitablemente al contexto de del negocio jurídico para desentrañar la verdadera voluntad de las partes.

Bustamante Alsina [2] opina que la técnica jurídica ha estudiado el tema del error y ha diferenciado cuando este aparece como inoperante en relación a la valoración de los actos producidos de cuando el mismo aparece como esencial en la realización del acto. Este último se refiere a los casos en que recae sobre elementos o circunstancias esenciales del acto, como la naturaleza, el objeto y la causa principal. En este supuesto, la ley presume que de no haber incurrido en él, la parte no habría realizado el acto, y, para ello, se interpreta un criterio objetivo, a partir de la buena fe. Este error, para ser causa de nulidad de los actos jurídicos, debe ser esencial.[3]

Ahora bien, debemos analizar si un error de tipeo, como evidentemente se ha incurrido en la redacción del poder cuestionado, sumado a una deficiente redacción, hace presumir que las partes no han querido contratar sobre el inmueble trasmitido.

Sostiene López de Zavalía [4]:

El error obstáculo se da en la hipótesis del lapsus (error sobre la materialidad de la conducta) como si escribiendo a máquina en lugar de apretar la tecla del signo $ se apretara la de otro signo.

Asimismo, el citado autor continúa:

Este tema importa penetrar en el lado interno de la voluntad –voluntad de contenido– por oposición a la voluntad externa o voluntad de la manifestación. Tratándose de negocios bilaterales, ya no basta comparar la voluntad aparente y la real de cada contratante. Es necesario un cotejo entre las voluntades de ambas partes, dándose distintas posibilidades: cuando las voluntades reales y las voluntades aparentes de ambas partes coinciden, hay acuerdo constitutivo del consentimiento. Si las de ambas divergen: desacuerdo.

Conforme a lo señalado, será necesario, a los efectos de determinar las voluntades de las partes, el cotejo de elementos externos al acto que puedan probar la existencia del contrato celebrado.

 

5. La interpretación del contrato ^

En materia de interpretación de los contratos, la jurisprudencia ha determinado co­mo pauta general que predomina la regla según la cual la función del intérprete consiste en tomar principalmente en cuenta la voluntad real de los intervinientes traducida en el acuerdo. Naturalmente, dicha regla no es absoluta; no debe ser “libremente conjeturada sino solamente deducida de la declaración misma y de las circunstancias del caso”, o sea, sin dar a la tesis objetiva un predominio absorbente. Han de extraerse los verdaderos propósitos internos que se puedan comprobar a la vista del documento y que se corresponda en un todo con el sentido de las palabras, según la experiencia de la vida y las circunstancias particulares del caso. [5]

La interpretación es una operación general que consiste en descifrar toda manifestación de voluntad productiva de consecuencias jurídicas. Interpretar significa buscar, a través de la expresión exterior, la real voluntad de lo expresado. Es, en definitiva, determinar los efectos jurídicos de una determinada declaración.

El ar­tícu­lo 1198 del Código Civil, a través de la reforma de la Ley 17.711, establece las pautas de interpretación en general, conforme la buena fe. En un contrato privado, la ley prescribe atender más a la común intención de las partes (a través de lo que las partes entendieron o pudieron entender) que al sentido meramente literal de las palabras. La buena fe que refiere este ar­tícu­lo está dirigida a una interpretación razonable del contrato, lo que excluye que pueda imponerse a las partes una voluntad distinta que ellas no han manifestado o que no sería de cualquier manera razonable imputarles.

La eventual imperfección del lenguaje escrito torna aún más costosa la tarea interpretativa. Habiendo ambigüedad en las palabras o errores evidentes, debe buscarse más bien la intención común de las partes que el sentido literal de los términos. Frente a la pluralidad de significados de las palabras, hay que atenerse al contexto, porque una cosa es el acuerdo, que se plasma en el texto contractual, y otra la común intención de las partes.

En igual sentido se pronunció en forma unánime esta comisión, en relación con el expediente recientemente elaborado por el escribano Mario Szmuch, cuya lectura recomendamos y en el que entre otras definiciones se concluye que

El notario está habilitado legalmente para interpretar los contratos y debe hacerlo toda vez que así se lo exija su función preventiva, muy especialmente al analizar la legitimación del disponente. El error de pluma evidente o lapsus calami no requiere del otorgamiento de una escritura de rectificación ni de la corrección vía judicial si el recto sentido del acto puede conocerse con certeza, sin dejar margen a la duda, a través del procedimiento interpretativo que prescribe la ley.

Videla Escalada, en su recomendable libro La interpretación de los contratos civiles, cita a Josserand para definir que

… interpretar un contrato es determinar el sentido y alcance de las cláusulas que contiene. La necesidad de investigar, en algunos casos y circunstancias, el significado de una expresión, el valor que han querido darle quienes fueron partes en el acto jurídico donde se la empleara, es un reflejo de la imperfección esencial de los medios humanos, ya que existe una inevitable deficiencia terminológica, radica en la dificultad para hallar el vocablo que represente indubitablemente una idea y también por la falta de coordinación que puede existir entre la voluntad de una persona y la manifestación de su querer en relación a otro contratante.

El ar­tícu­lo 218, inciso 1, del Código de Comercio consagra la regla de que por encima del sentido literal debe buscarse la intención común de las partes. Tomó esta regla del ar­tícu­lo 1156 del Código Napoleón, de donde pasó también al 1372 del moderno Código italiano. [6]

Von Thur [7] pone de relieve que en el acto bilateral hay que recordar que las declaraciones afectan intereses ajenos y no se puede tomar en cuenta únicamente a quien las formuló. La buena fe exige, según el autor, “que el significado de la manifestación corresponda al sentido con que han podido entenderla las personas que confían en ella”.

A los efectos de probar la intención de las partes en un contrato, deben considerarse particularmente las circunstancias del caso en cuestión, como las condiciones de las personas que intervienen, el objeto de la convención, el lugar y tiempo en que se han formado, el fin económico perseguido por los contratantes, el valor entendido de la representación en los actos cotidianos de tipo contractual y los usos y costumbres sociales. El punto fundamental a elucidar es la distinción entre la intención común de las partes y la intención individual de cada uno que tuvieron en mira. Deben computarse situaciones de hecho que manifestaron de palabra en el transcurso de sus negociaciones o mediante su conducta posterior. [8]

Spota [9] define el contrato como “una obra de previsión”, en la que es necesario extender lo declarado a lo que inexcusablemente está implícito en la declaración efectuada con indicaciones ejemplificativas o, si aparece necesario, para atenerse a lo realmente querido por ambos contratantes, enmendando aquellas palabras que traicionaron el auténtico consentimiento contractual. Asimismo, el autor sostiene que si se demostrare que una parte buscó dar un sentido particular al contrato y que la otra parte no podía ignorar dicha intención en el momento de celebrarlo, el contrato deberá interpretarse en el sentido dado por la primera.

El estándar jurídico de la buena fe y sin apartarse de las directivas de verosimilitud, previsibilidad y diligencia, conforme a los usos, según los hechos antecedentes, coetáneos y aún sobrevinientes de las partes y relativas a lo convenido por ellas, hasta debe integrar la declaración para que el fin contractual perseguido se alcance y todavía rectificar tal declaración para que las palabras empleadas no tergiversen lo realmente querido por las partes. Si bien toda interpretación debe empezar por el análisis literal del documento, cabe en todo caso hacerlo en vista a la finalidad o intención del negocio y atendiendo el sentido y comportamiento general o común, específicamente el de usos y costumbres en el ámbito de que se trate, y de acuerdo con lo que verosímilmente las partes entendieron o pudieron entender.[10]

La jurisprudencia, al analizar el sentido de la investigación interpretativa de los contratos, ha sostenido que

… debe ser conducida por el juez no para buscar y esclarecer la intención integral de una o ambas partes sino aquello que tanto de la intención de una o de la otra parte se haya fusionado para formar aquella común intención que constituye la ley del contrato.

 

6. Determinación del acto. Elementos probatorios ^

Como analizamos en el encuadre jurídico del presente, el escollo que posee el título es la confusa e insuficiente redacción del poder, que luego fue utilizado para la venta del inmueble. Bastaría entonces con la sola confirmación del poderdante (anterior titular de dominio), indicando sus datos correctos y el error cometido. Una vez cotejados estos datos con el título de propiedad, el caso estaría resuelto y despejadas las dudas de su legitimidad. No obstante, el consultante nos informa que no puede ubicarse al vendedor.

Es en virtud de lo consignado anteriormente que debemos recurrir a otros elementos para probar la legitimidad del acto.

 

7. La inacción por parte del poderdante ^

Sostiene Videla Escalada [11] que los hechos de las partes constituyen la mejor explicación de la intención común que tuvieron al realizar el contrato, ya sea durante las negociaciones o en forma posterior. En este sentido, analizando el caso que nos toca dictaminar, el ar­tícu­lo 1874 del Código Civil indica:

El mandato tácito resulta no sólo de los hechos positivos del mandante, sino también de su inacción o silencio, o no impidiendo, pudiendo hacerlo, cuando sabe que alguien está haciendo algo en su nombre.

Parecería que, habiendo transcurrido trece años de la venta del inmueble, el poderdante, mediante su silencio u omisión, nada ha hecho para impedir u objetar el pleno ejercicio del derecho de dominio del adquirente B. En este sentido, se citan los principios europeos de UNIDROIT de los contratos que sostienen que

Antes de privar los efectos a alguno de los términos del contrato, debe buscarse la forma de interpretarlos en el sentido de dar efectos a todos ellos […] y […] toda interpretación favorable a la licitud o eficacia de los términos del contrato tendrá preferencia frente a las interpretaciones que se las nieguen.

 

8. El principio de conservación del acto ^

Enseña Videla Escalada:

El principio de conservación del acto es un principio fundamental en materia de interpretación, con tal virtualidad que ha llegado a desvirtuar normas generales. Tiene su fundamento en el gran pilar de la institución contractual, la fuerza obligatoria, de la cual nace, a la cual quiere interpretar y apreciar en toda su importancia, y cuya consagración, en íntima relación con la voluntad de las partes, procura afirmar.

Las cláusulas de un contrato que permitieran dos interpretaciones, de una de las cuales resulta su validez y de la otra su nulidad, deben ser interpretadas en el sentido de la primera.

 

9. Subsanación por la vía de prescripción decenal ^

Como adelantamos en las consideraciones preliminares del presente dictamen, procedemos a analizar si en el caso en que alguien pueda objetar el título por la insuficiencia de poder suficiente encuadra la prescripción decenal.

El ar­tícu­lo 3999 del Código Civil establece que “el que adquiere un inmueble con buena fe y justo título prescribe la propiedad por la posesión continua de diez años”. Al respecto, opina Salvat que

En los casos en que la prescripción se invoca, el título emana de una persona que no era propietaria de la cosa o del derecho real transmitido o de una persona que siendo propietaria no tenía el derecho de disponer de ella; la propiedad no ha sido, en estos casos, legalmente adquirida y el poseedor se ve entonces, para conservar la cosa, en la necesidad de recurrir a la prescripción […] Desde el momento que él haya adquirido por un título apto para operar la transmisión de la propiedad, el justo título existe, porque la prescripción tiene por objeto cubrir al poseedor, no sólo contra la falta de todo derecho de propiedad en el enajenante, sino también contra los vicios que puedan afectar este derecho.

Para invocar la prescripción breve, es necesario en primer lugar contar con la buena fe, entendida como la creencia firme de que el que trasmite es propietario de la cosa. Tal buena fe, en principio, se presume y basta con que haya existido al momento de la adquisición. La buena fe presupone la existencia de un título y ambas no son condiciones independientes; así lo señala expresamente el legislador en su nota al ar­tícu­lo 3999. El que quiera prescribir debe probar su justo título, pero el mismo justo título hará presumir la buena fe. La cosa está ya adquirida con título y buena fe y la prescripción en tal caso no hace más que consolidarla, poniendo a salvo a quien la adquirió de toda acción de reivindicación.

Conforme al ar­tícu­lo 4010 del Código Civil:

El justo título para la prescripción es todo aquel que tiene por objeto transmitir un derecho de propiedad, estando revestido de las solemnidades exigidas para su validez, sin consideración a la condición de la persona de quien emana.

Dos son los casos que pueden presentarse para conformar un justo título: 1) que aquel de quien emana carezca de capacidad; 2) que aquel de quien emana carezca de legitimación.

La posesión es la base fundamental de la prescripción adquisitiva, y debe entenderse válida cuando es continuamente ejercida por el término de diez años. Conforme el ar­tícu­lo 3984 del Código Civil, “la prescripción se interrumpe cuando se priva al poseedor […] del goce de la cosa por el antiguo propietario o por un tercero”.

Es oportuno recordar que el efectivo cumplimiento de la tradición se encuentra fuera de la órbita del notariado. Las escrituras que se labran configuran un título posesorio y en la práctica deberán corroborarse con el hecho posesorio, con lo que el mero título notarial que declare la transmisión de una posesión es insuficiente si en los hechos el transmitente carecía de ella. En el caso traído a análisis, la escritura de venta fue otorgada hace trece años y, entonces, si se otorgara ahora un nuevo acto, cabe preguntarse si esta última transmisión puede interrumpir o no el plazo de prescripción del ar­tícu­lo 3999.

A modo de respuesta, nos parece oportuno repasar lo que nuestra legislación dispone sobre la posibilidad de unir una posesión actual con la de los antecesores, es decir, la accesión de posesiones de los ar­tícu­los 4004 y 4005 del Código Civil. Para admitir la accesión, se exige que ambas posesiones sean legales y, en el caso de sucesores particulares, su propia mala fe los perjudica, pero no la de su antecesor, y podrán ampararse en la prescripción breve si tienen buena fe personal e integran ellos, por supuesto, diez años de posesión en esas condiciones.

En resumen, si en la última escritura otorgada no hubo defectos de forma, estos sucesores particulares necesitarán de buena fe personal y solamente podrán unir la posesión a su antecesor si este ha sido de buena fe. Caso contrario, el plazo comenzará a contar desde su posesión legítima.

En cuanto a la buena fe que se debe exigir, no podemos dejar de considerar que nuestro Código Civil no admite la ignorancia o el error de derecho para justificar la buena fe (el art. 20 del CCIV dice: “la ignorancia de las leyes no sirve de excusa si la excepción no está expresamente autorizada por la ley”). Coincidentemente, el ar­tícu­lo 4007 dice: “la ignorancia del poseedor, fundada sobre un error de hecho, es excusable; pero no lo es la fundada en un error de derecho”. Si el justo título hace presumir la buena fe, no sucede a la inversa; la buena fe no hace presumir ni presupone el justo título.

El error debe reunir las calidades que resultan de la teoría general de los hechos. En particular, no debe provenir de una negligencia culpable. El poseedor debe estar persuadido de que existe el título, el modo, el derecho de dominio en el enajenante, su derecho a transmitirlo, y de que no hay vicios en la transmisión. Si de alguno de esos extremos no está persuadido, es de mala fe.

Todo poseedor tiene para sí la presunción de la buena fe de su posesión hasta que se pruebe lo contrario, salvo los casos en que la mala fe se presume (conf. art. 2362 CCIV). ¿Cuáles serían, entonces, los casos en que la mala fe se presume? Enumeramos algunos: a) si el adquirente sabe y conoce que la cosa le es trasmitida por una persona que no es el verdadero propietario de la misma o que no goza de la capacidad necesaria para disponer de ella; b) si el adquirente desconoce por ignorancia fundada en un error de derecho que el enajenante no es el verdadero propietario del inmueble o que no goza de la capacidad necesaria para disponer del mismo.

La buena fe, en su íntima convicción de que la cosa le era enajenada por su verdadero propietario, no debe albergar duda, y quien pretende la prescripción adquisitiva decenal no puede alegarla si no existe el error de hecho o la ignorancia que configuran la buena fe del poseedor en cuanto a la legitimidad de su posesión.

Respecto del “justo título”, la jurisprudencia ha dicho que

… la buena fe del adquirente no sólo se exige en los términos del ar­tícu­lo 4010 del Código Civil, sino también con el estudio de los títulos en virtud del deber de diligencia razonable que supone el amparo del ar­tícu­lo 1051 del Código Civil.

No obstante, la buena fe requerida en el subadquirente a los fines del ar­tícu­lo 1051 del Código Civil se valora con criterios comparativamente más severos que los que se refieren a la usucapión breve, por las condiciones en que opera y por las consecuencias que entraña. El transcurso del tiempo no se necesita para consolidar las situaciones viciosas en el ar­tícu­lo 1051 mientras se cumple la función consolidatoria en la prescripción adquisitiva; ello explica la apreciación más rigurosa de la buena fe en el primer caso.

En sentido similar al desarrollo del presente, recomendamos la lectura de los fundamentos del “justo título” en el expediente del escribano Federico Leyría, confeccionado por el escribano Ángel F. Cerávolo, con la colaboración de la escribana Mariana Massone, en el que se concluye:

En igual sentido se ha pronunciado esta Comisión, al sostener que la buena fe del adquirente requerida para la prescripción breve se configura cuando él actúa como corresponde, es decir, cuando concurre al notario e instrumenta la transmisión de dominio ante él, en su protocolo, y que es a este último a quien le cabe la tarea de calificar la legitimación y títulos del transmitente. Cabe además remarcar nuevamente que la buena fe requerida para usucapir con justo título califica la posesión y es, por tanto, la creencia sin duda alguna de ser poseedor legítimo del inmueble, esto es de ejercer posesión con “derecho a poseer”. No se refiere a la eventual buena o mala fe en el acto de adquisición del dominio, del que, en todo caso, será consecuencia mediata.

 

10. Conclusiones ^

Conforme lo desarrollado en el presente dictamen, podemos concluir que la deficiente redacción del poder cuestionado hace necesario acudir a otros elementos probatorios, a los efectos de cerciorarnos de su legitimidad. A tales fines, debemos analizar la totalidad de los elementos que rodean el acto.

Si bien existen errores en la identificación del poderdante y cónyuge en el mencionado poder, debemos utilizar las reglas de interpretación de los contratos que analizamos en el presente dictamen. En el instrumento, existen otros elementos que identifican a las partes y esos están correctos; por lo tanto, existen presunciones suficientes para determinar que es efectivamente el titular dominial quien ha manifestado su voluntad. Conforme la doctrina y jurisprudencia analizada, los hechos anteriores, coetáneos y posteriores de la instrumentación del acto iluminan sobre la común intención de los contratantes.

La declaración de voluntad del vendedor y comprador conserva el nexo de unión que perfecciona la voluntad contractual, y no podría decirse que el acto no existe, dado que hubo acuerdo, entrega de dinero, al igual que una cosa trasmitida. Las cosas dadas no están fuera del documento, sino que lo integran; los errores del poder no implican mala fe de las partes y hacen razonablemente entender lo que luego ejecutaron. Es por eso que debe recurrirse inevitablemente al contexto del negocio jurídico y las comprobaciones para desentrañar la verdadera voluntad de las partes. Deben indagarse, como ya mencionamos, las circunstancias que rodearon el acto, acreditando suficientemente la causa que lo motiva.

Debe considerarse además que, transcurridos trece años de la venta del inmueble, el poderdante –mediante su silencio u omisión– nada ha hecho para impedir u objetar el pleno ejercicio del derecho de dominio de B., lo que implica una aceptación tácita de lo actuado por el mandatario, conforme al ar­tícu­lo 1874 del Código Civil. [12]

Entonces, concluimos que el título no es observable y, en el caso en que alguien pueda interpretar en forma disidente con nuestros argumentos vertidos, el título queda saneado en virtud de la prescripción adquisitiva del ar­tícu­lo 3999. La buena fe requerida para usucapir con justo título califica la posesión y es, por tanto, la creencia sin duda alguna de ser poseedor legítimo del inmueble, esto es, de ejercer posesión con “derecho a poseer”. No se refiere a la eventual buena o mala fe en el acto de adquisición del dominio, del que, en todo caso, será consecuencia mediata.

 

Notas ^

1. Spota, Alberto G., Contratos. Instituciones de derecho civil, Buenos Aires, La Ley, 2º ed., p. 272.

2. Bustamante Alsina, Jorge, “La esencialidad del error como presupuesto de nulidad”, en La Ley, Buenos Aires, La Ley, 1959, t. 95, p. 751.

3. Este error no siempre es esencial. Solo lo es cuando la cosa no puede cumplir su destino socio-económico previsto. El art. 928 habla de estas cualidades accidentales, que no invalidan el acto.

4. López de zavalía, Fernando J., Teoría de los contratos, Buenos Aires, Zavalía, 1995, “Parte general”, t. 1, p. 166.

5. Cfr. CNEsp.Civ.yCom., Sala IV (El Derecho, Buenos Aires, UCA, t. 71, p. 371); fallo citado por Díaz, Silvia A., “El error”, en La Ley, Buenos Aires, La Ley, t. 2005-A, p. 931.

6. Videla escalada, Federico N., La interpretación de los contratos civiles, Buenos Aires, AbeledoPerrot, p. 45.

7. Von Thur, A., Derecho civil, vol. II, p. 221.

8. Videla escalada, Federico N., ob. cit. (cfr. nota 6), p. 45.

9. Spota, Alberto G., ob. cit. (cfr. nota 1), p. 88.

10. Ibídem.

11. Videla escalada, Federico N., ob. cit. (cfr. nota 6), p. 97.

12. “El mandato tácito resulta no sólo de los hechos positivos del mandante, sino también de su inacción o silencio, o no impidiendo, pudiendo hacerlo, cuando sabe que alguien está haciendo algo en su nombre”.

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